Esa mañana salí en busca del centro de Cali, rumbo a las librerías de viejo, donde casi siempre me esperaba un par de sorpresas.Como de costumbre, luego de mucho caminar y de visitar la gran librería de novedades --de donde emigraba derrotado por la suculencia del banquete y la ausencia de dinero para engullir al menos una de sus migajas--, fui a uno de los locales que entonces guardaban los saldos o los hallazgos librescos más inusitados, arrumados allí quién sabe por cuántos de los mil motivos que llevan a alguien a desprenderse de sus libros.
En todo caso, esa mañana quizá viajé al centro con una idea de libro fija en la cabeza, o, por el contrario, con un deseo inmenso de ser sorprendido al llegar a los estantes de LITERATURA, que por esa época copaban casi todo mi interés.Recuerdo que podía invertir fácilmente dos o tres horas, de pie, sopesando lomos, carátulas, títulos, páginas o autores que tomaba por aquí, dejaba por allá o compraba para invitarlos a habitar mi cuarto, donde compartían conmigo la cama o el breve espacio donde alguien tal vez estaba.
Fue en una de esas faneas que, intuyo, di con ese rostro. La mujer, retratada en blanco y negro, se negaba a palidecer entre la portada y las guardas de una novela que hasta ese día no había leído: Eugenia Grandet, editada por la Editorial Oveja Negra en su afortunada colección de Clásicos Universales, ejemplar que compré al instante, como si necesitara reconocer algo de mí no sólo en el relato de Balzac sino en los ojos sin nombre de la mujer retratada.
Entonces ocurrió lo que tenía que pasar. Desde luego que nunca supe quién era esa mujer o por qué vino a parar en ese libro. Sucedió que la desgracia de Eugenia se había aposentado en la frente de la mujer, al mismo tiempo que la sonrisa de ésta pugnaba por florecer en los labios marchitos de la amarga hija de Félix Grandet.
En medio de mi lectura (antes, durante o después)hasta advertí una transmigración de Eugenia en ese rostro que para mí era emblema de todos los rostros de todas las heroínas desgraciadas que dejó el estertor del romanticismo durante la segunda mitad del siglo XIX.
El rostro de esa mujer tan decimonónica y actual; tan bella en su inadvertida tristeza y tan muda en la algarabía burguesa de la novela, tuvo otro destino cuya precisión fue, por qué no, el cubo de la basura. Allí fue a parar, lo confieso, por el físico miedo de que esa mujer alguna noche decidiera abandonar el oprobioso mundo que habitaba para asaltar mi sueño y llevarme al lado de Eugenia y el vejete tacaño, que con toda seguridad me habría dejado morir de inanición.
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