Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también conjugué el verbo Pavonear en todas sus modulaciones. Yo también viví los simulacros de la fama y de la celebridad que venían envasados en dos o tres miradas, en uno que otro estrechón de manos al Escritor que uno cree ser. Al consagrado que lleva su libro como talismán o pasaporte o divisa de enfermo en el hospital de las vanidades.
Lo confieso: yo también asistí a Ferias del Libro, Carnavales de la Cultura, Seminarios de la Lectura y afines. Nada tengo contra quienes, más allá de mis ironías, abrevan en dichos certámenes y comparten con públicos llenos de fervor sus saberes en torno al Libro y la Lectura. Sin embargo, a decir verdad, de todos los especímenes que rondan por allí, los lanzadores de libros son quienes hacen deslucir la presencia, los aportes, las intervenciones y las consignas de aquellos que desde el lugar de la pedagogía y la crítica literaria o la escritura creativa a conciencia cumplen la noble tarea de promocionar el invento más humano y más útil y al mismo tiempo más peligroso y redundante de todos: el Libro.
Los lanzadores de libros se parecen a aquellas cocineras que se ganan la vida en la calle vendiendo fritanga: son los reyes del refrito, de esos platillos inflados a punta de aceite hiperhidrogenado que es reutilizado una y mil veces. Los lanzadores de libros llegan a las Ferias, los Carnavales y los Seminarios untados de ese aceite autoconsagratorio, expertos como son en la autofagia y en la autopromoción de sus antiguallas novedosas. Ellos se saben escritores no de fin de semana sino de Feria a Feria, de año a año; no de todos los días --lo cual sería ya un exabrupto-- sino de chispazos celebrados entre vinos y magras comilonas.
Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también creía subir peldaños de niebla tras una gloria que para muchos termina al día siguiente entre vómitos, caspa y arrumes de libros ajenos que ni el polvo leerá.
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