Tengo un punto de no retorno: detesto la carne, cualquiera sea su tono, olor, textura, presentación (carne inerte, claro, a eso me refiero; a la carne que obliga al uso del palillo en los dientes después de romper tendones muertos). A muy poco tiempo de haber optado por algo que he llamado lo "vario-cromo-vegetarianismo", me repele encontrarme con una pátina de grasa que llega a mis labios tras probar un cucharón equivocado, o me molesta el olor a crudo y a sangre que exponen enfriadores de supermercado y platos familiares donde un trozo de vaca o de pollo o de pescado se descongela, mientras aguarda que su inercia estalle en pequeños átomos de humo y aceite.
Los asaderos, esos templos hipercalóricos donde creyentes y ateos convergen en torno al carbón y la sangre --paraíso o infierno carnívoro--, aseguran al paladar un placer que va tomando distancia de mi gusto, ahora inmerso en el encuentro cotidiano de nuevos colores y sabores. Puedo decir que ahora sí sé a qué sabe la carne: pongan a congelar sangre con agua y un poco de sal en una gaveta de hielo y esperen a que todo esto se haga sólido, y prueben. A eso sabe y huele la carne en su estado impoluto, crudo. Añádanle al hielo un poco de aceite y llévenlo al fuego: derrítanlo y congelen de nuevo. Adiciónenle antes un poco de hierbas. Ahora sí prueben de nuevo. A eso sabe y huele un filete de ternera o un trozo de la mejor pechuga de pollo.
Contra la carne estoy porque es una de las ficciones gastronómicas mejor vendidas de la historia y a la vez una de las más letales para la salud humana, que al fin y al cabo, como bien replica esa misma historia, debe su evolución cerebral a sendos trozos de bisonte o de jabalí comidos en los albores de nuestro tránsito por la Tierra. Esa ficción consiste en sostener que sin carne es casi imposible el desarrollo humano; que la carne es el mayor y mejor depósito de proteínas --los ladrillos del cuerpo--; y que la carne, aparte de garantizar salud, contiene la mayoría de nutrientes necesarios para que podamos pensar, correr y reproducirnos sin medida. Por otro lado, las diatribas contras opciones veganas o vegetarianas se expelen como gases del más fanático de todos los carnívoros: dieta insuficiente, peligrosa, escasa, antiproteínica, monocromática e insípida, suele eructar ese feligrés ventripotente. No ostante, proteínas, minerales, grasas y vitaminas pululan con igual o mayor cantidad (y sobre todo, maypr salubridad) en dietas distantes de la fuente animal.
Al ir contra la carne tampoco quiero reducir mi palabra a una defensa igualmente fanática del "vario-cromo-vegetarianismo". Por ahí dejé dicho que ingerir esto o lo otro no implica mayor cualificación espiritual o cierta superioridad moral sobre quienes han decidido alimentarse como y con qué les dé la gana. Sin embargo, el punto de no retorno del que hablo se refiere a que jamás regresaré a la carne, a menos que me encuentre en una situación límite y no haya de otra (por ejemplo, en pleno corazón del polo norte, al lado de esquimales engullidores de renos). Y no vuelvo a la carne menos por ésta y más por el arco iris que invento diariamente en mi plato a partir de las frutas, las verduras y las leguminosas. En todo este corto tiempo he aprendido diversas maneras del cocinar y del comer, y he comprendido cuál es la real y profiláctica razón por la cual debemos alimentarnos cinco veces al día.
A cada quien se le nota lo que come: uno tiene derecho a elegir entre la hinchazón y la levedad.
26 de mayo de 2017
6 de mayo de 2017
CONTRA LOS LANZADORES DE LIBROS
Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también conjugué el verbo Pavonear en todas sus modulaciones. Yo también viví los simulacros de la fama y de la celebridad que venían envasados en dos o tres miradas, en uno que otro estrechón de manos al Escritor que uno cree ser. Al consagrado que lleva su libro como talismán o pasaporte o divisa de enfermo en el hospital de las vanidades.
Lo confieso: yo también asistí a Ferias del Libro, Carnavales de la Cultura, Seminarios de la Lectura y afines. Nada tengo contra quienes, más allá de mis ironías, abrevan en dichos certámenes y comparten con públicos llenos de fervor sus saberes en torno al Libro y la Lectura. Sin embargo, a decir verdad, de todos los especímenes que rondan por allí, los lanzadores de libros son quienes hacen deslucir la presencia, los aportes, las intervenciones y las consignas de aquellos que desde el lugar de la pedagogía y la crítica literaria o la escritura creativa a conciencia cumplen la noble tarea de promocionar el invento más humano y más útil y al mismo tiempo más peligroso y redundante de todos: el Libro.
Los lanzadores de libros se parecen a aquellas cocineras que se ganan la vida en la calle vendiendo fritanga: son los reyes del refrito, de esos platillos inflados a punta de aceite hiperhidrogenado que es reutilizado una y mil veces. Los lanzadores de libros llegan a las Ferias, los Carnavales y los Seminarios untados de ese aceite autoconsagratorio, expertos como son en la autofagia y en la autopromoción de sus antiguallas novedosas. Ellos se saben escritores no de fin de semana sino de Feria a Feria, de año a año; no de todos los días --lo cual sería ya un exabrupto-- sino de chispazos celebrados entre vinos y magras comilonas.
Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también creía subir peldaños de niebla tras una gloria que para muchos termina al día siguiente entre vómitos, caspa y arrumes de libros ajenos que ni el polvo leerá.
Lo confieso: yo también asistí a Ferias del Libro, Carnavales de la Cultura, Seminarios de la Lectura y afines. Nada tengo contra quienes, más allá de mis ironías, abrevan en dichos certámenes y comparten con públicos llenos de fervor sus saberes en torno al Libro y la Lectura. Sin embargo, a decir verdad, de todos los especímenes que rondan por allí, los lanzadores de libros son quienes hacen deslucir la presencia, los aportes, las intervenciones y las consignas de aquellos que desde el lugar de la pedagogía y la crítica literaria o la escritura creativa a conciencia cumplen la noble tarea de promocionar el invento más humano y más útil y al mismo tiempo más peligroso y redundante de todos: el Libro.
Los lanzadores de libros se parecen a aquellas cocineras que se ganan la vida en la calle vendiendo fritanga: son los reyes del refrito, de esos platillos inflados a punta de aceite hiperhidrogenado que es reutilizado una y mil veces. Los lanzadores de libros llegan a las Ferias, los Carnavales y los Seminarios untados de ese aceite autoconsagratorio, expertos como son en la autofagia y en la autopromoción de sus antiguallas novedosas. Ellos se saben escritores no de fin de semana sino de Feria a Feria, de año a año; no de todos los días --lo cual sería ya un exabrupto-- sino de chispazos celebrados entre vinos y magras comilonas.
Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también creía subir peldaños de niebla tras una gloria que para muchos termina al día siguiente entre vómitos, caspa y arrumes de libros ajenos que ni el polvo leerá.
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