6 de junio de 2017

CONTRA LA BONDAD DE LA LECTURA

Todo libro habla de un pasado, inventa el presente y prefigura el futuro. Toda lectura nace de un impulso, de un llamado, de una necesidad o de una obligación que en casos afortunados deriva en placer. En la academia --de donde vengo--, la lectura es sustrato, alfa y omega, rutina y marca distintiva: leemos y escribimos, no hay más. En la trastienda se agazapa la vida, con sus destellos y reveses, a la espera de relatarse en claustros escolares, en cuentos y en ensayos con destino al escritorio fatigado de un docente. En la calle --donde esa vida bulle, encabritada y rapaz--, la lectura, en cambio, antes que destino es utopía: ¡Leer! ¿Leer? 
"Vaya, si tuviera tiempo... Los libros están caros... Eso es cosa de locos... Claro, quien lee sabe más... Sí, leo en Internet... Una revista... Tengo un hijo al que le encanta leer... Leer nos vuelve inteligentes... Leer humaniza...".
Tantos lugares comunes cernidos sobre la mesa de la lectura pregonan que ésta garantiza el afinamiento de la condición humana de cara a su crecimiento moral y espiritual. Pero el ser humano, aun cuando intente ocultar su rostro bárbaro tras las páginas de un libro, al mirarse al espejo se hallará como es: un bárbaro maquillado como un bufón triste con las palabras que por tanto tiempo atesoramos, y todo porque las más duras y perdurables le hablan de frente a ese bárbaro que no en pocas ocasiones escribió con sangre y babas y estiércol sobre un papel que trasciende el tiempo. 
Cada lectura nos enaniza, sí, en la medida en que al leer nos encogemos, ya que terminamos reducidos a lo que realmente somos, quizá, también es cierto, para concentrarnos al máximo en nosotros y ver el fondo negro que bulle entre corazón y cabeza.
Descreeo entonces de aquellos devotos de la lectura que confían en ésta, y en el libro, y en todos sus derivados, la edificación de un camino cierto, seguro, civilizado y legítimo para la condición humana. ¿Por qué seguimos escribiendo? ¿Por qué leyendo? Pues justamente porque la barbarie, la imperfección, el precipicio y la nada son lo nuestro: escribir es escarbar en ese bullicio interminable; leer nos reencuentra con la inacabada obra negra que somos. Las grandes, inolvidables lecturas nos dejan extenuados, abismados, situados en el dolor y en la pérdida que implica poner el dedo en el estanque en cuyo fondo se agolpan nuestras más crudas verdades.

26 de mayo de 2017

DIATRIBA ENTRADA EN CARNES

Tengo un punto de no retorno: detesto la carne, cualquiera sea su tono, olor, textura, presentación (carne inerte, claro, a eso me refiero; a la carne que obliga al uso del palillo en los dientes después de romper tendones muertos). A muy poco tiempo de haber optado por algo que he llamado lo "vario-cromo-vegetarianismo", me repele encontrarme con una pátina de grasa que llega a mis labios tras probar un cucharón equivocado, o me molesta el olor a crudo y a sangre que exponen enfriadores de supermercado y platos familiares donde un trozo de vaca o de pollo o de pescado se descongela, mientras aguarda que su inercia estalle en pequeños átomos de humo y aceite.
Los asaderos, esos templos hipercalóricos donde creyentes y ateos convergen en torno al carbón y la sangre --paraíso o infierno carnívoro--, aseguran al paladar un placer que va tomando distancia de mi gusto, ahora inmerso en el encuentro cotidiano de nuevos colores y sabores. Puedo decir que ahora sí sé a qué sabe la carne: pongan a congelar sangre con agua y un poco de sal en una gaveta de hielo y esperen a que todo esto se haga sólido, y prueben. A eso sabe y huele la carne en su estado impoluto, crudo. Añádanle al hielo un poco de aceite y llévenlo al fuego: derrítanlo y congelen de nuevo. Adiciónenle antes un poco de hierbas. Ahora sí prueben de nuevo. A eso sabe y huele un filete de ternera o un trozo de la mejor pechuga de pollo.
Contra la carne estoy porque es una de las ficciones gastronómicas mejor vendidas de la historia y a la vez una de las más letales para la salud humana, que al fin y al cabo, como bien replica esa misma historia, debe su evolución cerebral a sendos trozos de bisonte o de jabalí comidos en los albores de nuestro tránsito por la Tierra. Esa ficción consiste en sostener que sin carne es casi imposible el desarrollo humano; que la carne es el mayor y mejor depósito de proteínas --los ladrillos del cuerpo--; y que la carne, aparte de garantizar salud, contiene la mayoría de nutrientes necesarios para que podamos pensar, correr y reproducirnos sin medida. Por otro lado, las diatribas contras opciones veganas o vegetarianas se expelen como gases del más fanático de todos los carnívoros: dieta insuficiente, peligrosa, escasa, antiproteínica, monocromática e insípida, suele eructar ese feligrés ventripotente. No ostante, proteínas, minerales, grasas y vitaminas pululan con igual o mayor cantidad (y sobre todo, maypr salubridad) en dietas distantes de la fuente animal.
Al ir contra la carne tampoco quiero reducir mi palabra a una defensa igualmente fanática del "vario-cromo-vegetarianismo". Por ahí dejé dicho que ingerir esto o lo otro no implica mayor cualificación espiritual o cierta superioridad moral sobre quienes han decidido alimentarse como y con qué les dé la gana. Sin embargo, el punto de no retorno del que hablo se refiere a que jamás regresaré a la carne, a menos que me encuentre en una situación límite y no haya de otra (por ejemplo, en pleno corazón del polo norte, al lado de esquimales engullidores de renos). Y no vuelvo a la carne menos por ésta y más por el arco iris que invento diariamente en mi plato a partir de las frutas, las verduras y las leguminosas. En todo este corto tiempo he aprendido diversas maneras del cocinar y del comer, y he comprendido cuál es la real y profiláctica razón por la cual debemos alimentarnos cinco veces al día. 
A cada quien se le nota lo que come: uno tiene derecho a elegir entre la hinchazón y la levedad.

6 de mayo de 2017

CONTRA LOS LANZADORES DE LIBROS

Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también conjugué el verbo Pavonear en todas sus modulaciones. Yo también viví los simulacros de la fama y de la celebridad que venían envasados en dos o tres miradas, en uno que otro estrechón de manos al Escritor que uno cree ser. Al consagrado que lleva su libro como talismán o pasaporte o divisa de enfermo en el hospital de las vanidades.
Lo confieso: yo también asistí a Ferias del Libro, Carnavales de la Cultura, Seminarios de la Lectura y afines. Nada tengo contra quienes, más allá de mis ironías, abrevan en dichos certámenes y comparten con públicos llenos de fervor sus saberes en torno al Libro y la Lectura. Sin embargo, a decir verdad, de todos los especímenes que rondan por allí, los lanzadores de libros son quienes hacen deslucir la presencia, los aportes, las intervenciones y las consignas de aquellos que desde el lugar de la pedagogía y la crítica literaria o la escritura creativa a conciencia cumplen la noble tarea de promocionar el invento más humano y más útil y al mismo tiempo más peligroso y redundante de todos: el Libro.
Los lanzadores de libros se parecen a aquellas cocineras que se ganan la vida en la calle vendiendo fritanga: son los reyes del refrito, de esos platillos inflados a punta de aceite hiperhidrogenado que es reutilizado una y mil veces. Los lanzadores de libros llegan a las Ferias, los Carnavales y los Seminarios untados de ese aceite autoconsagratorio, expertos como son en la autofagia y en la autopromoción de sus antiguallas novedosas. Ellos se saben escritores no de fin de semana sino de Feria a Feria, de año a año; no de todos los días --lo cual sería ya un exabrupto-- sino de chispazos celebrados entre vinos y magras comilonas.
Lo confieso: yo también pertenecí a esa estirpe. Yo también creía subir peldaños de niebla tras una gloria que para muchos termina al día siguiente entre vómitos, caspa y arrumes de libros ajenos que ni el polvo leerá.