22 de noviembre de 2016

Momentos plebeyos (l): Zapatos viejos

Hace unas semanas traje del reino del olvido a unos zapatos viejos. Vivieron arrumados, debajo de los más solicitados, por lo menos dos años. Fue un sábado: calibré sus cordones, les limpié la capellada rápidamente y me eché a andar. Pero antes les miré la cara, recordé algo de mis antiguos pasos con ellos y logré pensar (o tal vez lo pienso ahora) que todos somos de alguna manera como nuestros zapatos viejos.
Algunos van lustrosos y otros muy llenos de polvo. Los zapatos siempre están allí; van y vienen con nosotros como si fueran tatuajes en los pies. Esto cuando son cómodos y nos quedan como guantes. Porque también los hay tortuosos al comienzo, aunque después aflojen y terminen encarnándose en la piel.
Con estos mis zapatos viejos ocurrió que un día me cansé de ellos, los vi impresentables, o bien otros llegaron para desplazarlos. Pues bien: hace unas semanas volvieron a la calle, caminaron por concreto, polvo, hierba y charcos. Ahora aguardan a que su dueño los calce de nuevo pero hoy no es el momento (y corto esta nota porque debo partir...).

9 de abril de 2016

ENSOPADO

No hay imágenes. Sólo el recuerdo de un recuerdo que irrumpe como el agua contra el muro de la berma en la carretera. De pronto, bajando en bicicleta del Kilómetro 18, cerca a Cali, vuelvo a una de aquellas tardes invernales en las que mi padre llegaba mojado hasta el tuétano en su bicicleta. Mamá lo recibía con una toalla, gesto que hoy las feministas interpretarían como de sumisión, pero que yo sigo viendo (como entonces quizá me parecía), de sumo cariño, de agraciada bienvenida a un héroe anónimo. Mi padre, huelga decir, casi siempre exclamaba: "Vengo ensopado", lo cual me arranca una sonrisa mientras termino de sortear las curvas que me depositan en una ciudad húmeda y voraz. 
Tremenda imagen para autodescribir el estado líquido en el que lo había dejado la lluvia: lo imagino ahora sumergido en una sopa incolora e inodora. Ensopado.