3 de octubre de 2013

La lectura recobrada: Un rostro, todos los rostros

Esa mañana salí en busca del centro de Cali, rumbo a las librerías de viejo, donde casi siempre me esperaba un par de sorpresas.Como de costumbre, luego de mucho caminar y de visitar la gran librería de novedades --de donde emigraba derrotado por la suculencia del banquete y la ausencia de dinero para engullir al menos una de sus migajas--, fui a uno de los locales que entonces guardaban los saldos o los hallazgos librescos más inusitados, arrumados allí quién sabe por cuántos de los mil motivos que llevan a alguien a desprenderse de sus libros.
En todo caso, esa mañana quizá viajé al centro con una idea de libro fija en la cabeza, o, por el contrario, con un deseo inmenso de ser sorprendido al llegar a los estantes de LITERATURA, que por esa época copaban casi todo mi interés.Recuerdo que podía invertir fácilmente dos o tres horas, de pie, sopesando lomos, carátulas, títulos, páginas o autores que tomaba por aquí, dejaba por allá o compraba para invitarlos a habitar mi cuarto, donde compartían conmigo la cama o el breve espacio donde alguien tal vez estaba.
Fue en una de esas faneas que, intuyo, di con ese rostro. La mujer, retratada en blanco y negro, se negaba a palidecer entre la portada y las guardas de una novela que hasta ese día no había leído: Eugenia Grandet, editada por la Editorial Oveja Negra en su afortunada colección de Clásicos Universales, ejemplar que compré al instante, como si necesitara reconocer algo de mí no sólo en el relato de Balzac sino en los ojos sin nombre de la mujer retratada.
Entonces ocurrió lo que tenía que pasar. Desde luego que nunca supe quién era esa mujer o por qué vino a parar en ese libro. Sucedió que la desgracia de Eugenia se había aposentado en la frente de la mujer, al mismo tiempo que la sonrisa de ésta pugnaba por florecer en los labios marchitos de la amarga hija de Félix Grandet.
En medio de mi lectura (antes, durante o después)hasta advertí una transmigración de Eugenia en ese rostro que para mí era emblema de todos los rostros de todas las heroínas desgraciadas que dejó el estertor del romanticismo durante la segunda mitad del siglo XIX.
El rostro de esa mujer tan decimonónica y actual; tan bella en su inadvertida tristeza y tan muda en la algarabía burguesa de la novela, tuvo otro destino cuya precisión fue, por qué no, el cubo de la basura. Allí fue a parar, lo confieso, por el físico miedo de que esa mujer alguna noche decidiera abandonar el oprobioso mundo que habitaba para asaltar mi sueño y llevarme al lado de Eugenia y el vejete tacaño, que con toda seguridad me habría dejado morir de inanición.

18 de agosto de 2013

La lectura recobrada: Gatos bajo el umbral

Hace dos o tres décadas los periódicos entraban a casa por debajo de la puerta. Algunos voceadores tenían el increíble don de deslizar la prensa por el umbral mientras iban en bicicleta desperdigando las noticias en las calles. Me gustaba imaginarlos así desde mi cama o desde el cuarto de mis papás, a donde mis hermanas y yo entrábamos para jugar y leer, en una época en la que era raro encontrar televisores en las piezas, lo cual favorecía el retozo y la lectura compartida.
Los domingos, recién levantado, todavía en piyama, me gustaba recoger los periódicos que habían llegado a casa por debajo de la puerta como si fueran gatos de papel con uñas de palabras. Los asaltaba justamente en su centro, donde venían las "Lecturas Dominicales" y, claro, las caricaturas, a las que atendía por entero, aunque después me fui quedando sólo en las noticias deportivas porque el resto (políticos, vida social, economía estatal) me parecía indeglutible. "País Tiempo Pueblo Espectador", gritaban los voceadores. Hace dos o tres décadas teníamos cuatro periódicos, dos canales de televisión, un televisor en casa y papá y mamá riendo con nosotros bajo esas coloridas cobijas de papel donde yo aprendí a leer más allá de los ritos impositivos de la escuela.

16 de julio de 2013

Empacando la biblioteca

Al empacar la biblioteca uno carga con aquellos libros que se yergen y se meten solitos, con todo derecho, a las cajas. Por su peso o su levedad de clásicos o de hallazgos novedosos, se convierten en textos imprescindibles, donde lo "imprescindible" significa necesidad y valor.
Pero también están aquellos que hacen pucheros para que no los dejes abandonados en el hospicio; es decir, la biblioteca pública, donde deberán exhibirse, trabajar haciendo gozar o padecer a sus lectores, salir del letargo que produce el silencio de la biblioteca íntima. Y otros los hay que, empolvados y ajados hasta la indigencia, ponen cara de "Me da lo mismo", "llévame o déjame o tírame o dóname o regálame".
Están los libros de los amigos, que uno lleva a donde sea, por cariño o por conmiseración, mientras que otros volúmenes son bajados de las estanterías y aguardan el último minuto, la última caja, donde podrán salvarse del fuego o del olvido quizá porque no tienen la culpa de haber sido engendrados por sus autores.

5 de julio de 2013

Modos de hacer siesta

La siesta. Pablo Picasso, 1919.
Echarse a dormir en medio del abismo.
Perseguir al otro que seré
Sobre una bicicleta estática.
Nadar en una piscina sin agua
Y correr al lado de la oveja
Que espanta los insomnios.
Despertar, por último,
En un avión sin piloto,
Con el ciego paracaidísta
Tentándome a saltar
Al vértigo de un nuevo poema.




26 de febrero de 2013

El azar de los objetos: el orden de la escritura

De golpe, las cosas azarosamente puestas sobre un escritorio heredado de mi padre. De golpe la agenda, el cortaúñas, un trozo de azar, 2013 en un cartón, las agendas y el pisapapeles, cuentas por pagar, tarjetas y lapiceros más atrás, y en el centro mi lugar y el mundo entero contenidos en este PC escoltado con sigilo por el Módem que permite abrir ventanas imaginarias y ver el amanecer aún cuando el sol acabe de ocultarse. Ahí están los objetos, convocados quizá frenéticamente, al ritmo del picoteo de la lectura y la escritura meditadas o de urgencia, curiosamente junto a un libro (ese que se ve al lado derecho, rosado, breve, coronado por una tapa y un portaminas, La comunidad ilusoria, sí, ese librito) de Marc Augé, el antropólogo que habla de los “no-lugares”, aquellos espacios donde confluyen todos y nadie, que se habitan, se usan, se ensucian y consumen antes que la noche caiga, anónima, sobre el asfalto y las paredes.

Este lugar, en cambio, es mi lugar desde hace cinco años; aquí vine a vivir con cientos de personas apretujadas en los libros, de las cuales –por obra y gracia de la literatura—ninguna ha desertado del cuarto. A simple vista ustedes dirán que el escritorio delata a un poeta, a un investigador, a un profesor más o menos ordenado. Sí. Soy todo eso y algo más. Pero fíjense en ese adminículo cuadrado tirado al lado derecho, abajo, en la imagen: es el ciclo-computador, uno de los objetos que primero tomo en la mañana. Porque al lado de la literatura y la docencia, el ciclo-montañismo colma mis rutinas: ese ‘cateye’ marca tiempos, distancias, velocidades y kilómetros andados sobre una bicicleta que me aguarda no tanto para que las horas me colmen de sudor (esa suerte de quejido húmedo del cuerpo) sino, sobre todo, para empezar el día a día poniéndole cierto orden al mundo. Andando en bicicleta medito nuevas travesías, nuevas ideas, caminos aún no transitados en mis clases o en mis textos, así como también devoro asfalto y padezco algunas montañas. Por ello tal vez están aquí el azar de los objetos y el orden de la escritura, que inicia en cualquier lugar insospechado, muchas veces lejos de este antiguo escritorio que he intentado presentarles.