Han lavado la bandera.
La única hermana que le queda ha dicho, apurando la champaña, que en la tarde de ese día la madre había alistado algunas sillas para que pudieran sentarse en la sala los celebrantes prematuros. Pero en la sala nadie entró ni desalojó su grito: las calles seguían recibiendo el agua mientras la madre, ese sábado 31 de octubre de hará ya en 2012 25 años, era toda ella dedos, sudor, palabras en la crespa cabeza de su hermano. A su lado, la madre ovillada en su consuelo; en su adentro, una flor rota, un balón estallado, un campo de fútbol de negrísimas arenas movedizas. Afuera, una mujer que había mandado a coser un disfraz de diablo era increpada por la sonrisa de un hombrecillo verde, vecino de marras y de farras. Adentro, en la casa, en el cuarto, en la ventana, la noche dejaba ver una luna apenada. En el más allá de la ordalía, los once hombres rojos habían entrado al campo de juego portando aquella bandera que las madres chilenas seguían llorando en tanto que mortaja de sus hijos, desaparecidos entre el desierto, el cobre y el salitre. Pero eso el hermano lo sabría años después: ahora no importaban ni Dios ni las tareas inconclusas. Era la muerte con su infalible atuendo de girasol negro.
La hermana vuelve a ver los niños disfrazados, con la inocencia hambrienta de dulces, poblando de gritos ese silencio de muerte que aún no cesa.
Lo ha recordado hoy cuando él y su hijo han lavado la bandera.
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