La vida, que siempre camina en puntillas sobre una cuerda floja, acalló mi rabia dentro de un compacto círculo de niebla. Era una noche de 1993 en Bogotá y hacía unas horas el camión del batallón nos había dejado allí para cumplir con la guardia perimétrica en torno al colegio Anglo-Colombiano, donde estudiaban los hijos del presidente de esa época. Como siempre, de aquel servicio en el norte de la ciudad nos alentaba la promesa del exquisito refrigerio al día siguiente: la infaltable leche con panecillos frescos que regalaba una compañía sabanera cuyo nombre he olvidado. Sin embargo, durante las horas de aquella noche pensé menos en ese noble alimento y más en la decisión fatal que, de haberse dado, habría cambiado el curso de mi vida.
Lejanía, soledad, angustia y resignación suelen ser los emblemas del soldado, aparte de su uniforme, de sus botas incólumes y de su eterno lastre, el fusil. Llegado a otra ciudad, desgarrado de su entorno y su familia, el soldado en su servicio libra una guerra --la mayoría de las veces, silenciosa-- contra la ausencia de la madre, de la novia y de los amigos; sus batallas íntimas quedan anotadas en cartas y en calendarios donde el tiempo destila lentamente los días, de tal modo que, como en la canción, "las horas parecen años". No obstante, pasados los meses el soldado se topa en su ser con el oficio de la resignación, quizá porque, para bien o para mal, sus compañeros de contingente e incluso los mandos militares que lo subordinan se convierten en una familia transitoria en cuyo círculo ocurren la filiación, la risa, el llanto y también la tragedia.
Tragedia que rondó mi vida ese miércoles de 1993 terminando los días infinitos de mi servicio militar en el Batallón Guardia Presidencial. Nuevamente, creo, mi 'lanza' de guardia era el soldado Alejandro Ruiz, quien meses atrás había acuñado el mote que me acompañaría hasta el final del servicio: "Buen soldado". De Ruiz me gustaba esa ocurrencia, que luego otros compañeros utilizaron, contrayendo la frese como "Buensol", que se hacía referencia a mi comportamiento y a mi impecable presentación. Pero de Ruiz detestaba sus bromas pesadas, maceradas en un mal condimentado humor negro dotado de ofensas antes que de inteligencia.
La verdad, de esa noche de guardia no recuerdo ni una de sus chanzas, pero sí el dolor que causaron en mí; eran tan lacerantes que a medida que las escuchaba, una fiebre sorda iba invadiéndome, y no había termómetro distinto al del fusil para medirla. En la oscuridad llegaban algunas luces lejanas que parecían destellar en los dientes perfectos de Ruiz, mientras que ese mi fusil deseaba erguirse sobre el pecho, cargarse de plomo y pólvora y volarle los sesos de una maldita buena vez a ese Ruiz que reía y reía sin conmiseración. En algún momento lo enfrenté y nuestros fusiles chocaron como si fueran dos protuberancia negras de alces a punto de disputarse el territorio.
Y como alce derrotado, preferí retirarme a un recodo de niebla para escanciar mi rabia y mi llanto. Ruiz siguió allí, riendo. Y donde esté sigue bromeando, por fortuna, tras la fatal decisión que nunca tomé. De lo contrario hubiera terminado siendo un titular de prensa, y yo simplemente un pedazo de miseria en una celda más fría que esa noche de miércoles de 1993.