20 de mayo de 2011

La decisión del guerrero



La vida, que siempre camina en puntillas sobre una cuerda floja, acalló mi rabia dentro de un compacto círculo de niebla. Era una noche de 1993 en Bogotá y hacía unas horas el camión del batallón nos había dejado allí para cumplir con la guardia perimétrica en torno al colegio Anglo-Colombiano, donde estudiaban los hijos del presidente de esa época. Como siempre, de aquel servicio en el norte de la ciudad nos alentaba la promesa del exquisito refrigerio al día siguiente: la infaltable leche con panecillos frescos que regalaba una compañía sabanera cuyo nombre he olvidado. Sin embargo, durante las horas de aquella noche pensé menos en ese noble alimento y más en la decisión fatal que, de haberse dado, habría cambiado el curso de mi vida.



Lejanía, soledad, angustia y resignación suelen ser los emblemas del soldado, aparte de su uniforme, de sus botas incólumes y de su eterno lastre, el fusil. Llegado a otra ciudad, desgarrado de su entorno y su familia, el soldado en su servicio libra una guerra --la mayoría de las veces, silenciosa-- contra la ausencia de la madre, de la novia y de los amigos; sus batallas íntimas quedan anotadas en cartas y en calendarios donde el tiempo destila lentamente los días, de tal modo que, como en la canción, "las horas parecen años". No obstante, pasados los meses el soldado se topa en su ser con el oficio de la resignación, quizá porque, para bien o para mal, sus compañeros de contingente e incluso los mandos militares que lo subordinan se convierten en una familia transitoria en cuyo círculo ocurren la filiación, la risa, el llanto y también la tragedia.



Tragedia que rondó mi vida ese miércoles de 1993 terminando los días infinitos de mi servicio militar en el Batallón Guardia Presidencial. Nuevamente, creo, mi 'lanza' de guardia era el soldado Alejandro Ruiz, quien meses atrás había acuñado el mote que me acompañaría hasta el final del servicio: "Buen soldado". De Ruiz me gustaba esa ocurrencia, que luego otros compañeros utilizaron, contrayendo la frese como "Buensol", que se hacía referencia a mi comportamiento y a mi impecable presentación. Pero de Ruiz detestaba sus bromas pesadas, maceradas en un mal condimentado humor negro dotado de ofensas antes que de inteligencia.



La verdad, de esa noche de guardia no recuerdo ni una de sus chanzas, pero sí el dolor que causaron en mí; eran tan lacerantes que a medida que las escuchaba, una fiebre sorda iba invadiéndome, y no había termómetro distinto al del fusil para medirla. En la oscuridad llegaban algunas luces lejanas que parecían destellar en los dientes perfectos de Ruiz, mientras que ese mi fusil deseaba erguirse sobre el pecho, cargarse de plomo y pólvora y volarle los sesos de una maldita buena vez a ese Ruiz que reía y reía sin conmiseración. En algún momento lo enfrenté y nuestros fusiles chocaron como si fueran dos protuberancia negras de alces a punto de disputarse el territorio.



Y como alce derrotado, preferí retirarme a un recodo de niebla para escanciar mi rabia y mi llanto. Ruiz siguió allí, riendo. Y donde esté sigue bromeando, por fortuna, tras la fatal decisión que nunca tomé. De lo contrario hubiera terminado siendo un titular de prensa, y yo simplemente un pedazo de miseria en una celda más fría que esa noche de miércoles de 1993.



17 de mayo de 2011

Pesca milagrosa




Entre el río y la roca, dos muchachas que pasan dejando en los árboles un tatuaje de aromas.

Entre el agua y la madera, un pez que trae en sus escamas el eco de la última estrella y se ahoga en esta orilla.

Entre la hoguera y la noche, el chinchorro dormido en el bohío inventa con el sueño de luciérnagas el sendero de tu piel sobre la arena.

14 de mayo de 2011

Una madrugada, la furia



Hasta una esquina sin nombre han venido a detenerse tus pasos vestidos de blanco, desde el cuello donde el beso aún se agita, hasta la última uña que horas antes remataste con una media luna.


Aún hierven sus entrañas en tus vísceras y la mañana despunta en las montañas como si la luz viniera a iluminar un quirófano siniestro.


Agua sin alma en las calles despertadas entre taxis y algunas bicicletas pedaleadas por fantasmas.


La grisásea turbiedad pone ante ti una puerta amarilla, una placa, otro fantasma que apenas da su rostro.


Y en tu mano la madrugada escancia el resto de la botella de ron que más tarde pintará con lápices de furia y sangre el rostro de ese rostro.


Y sientes que las horas alargan más tus uñas.


Que por fin la mañana te preña de pantera, de águila, de hiena.