Seamos sinceros: viajar es un suplicio. Claro, me dirán que Ante todo, conocer el mundo. Salir de la zona de confort, donde vivimos medio apoltronados en nuestro clima, nuestros olores y sabores cotidianos. Ante todo, conocer la gente, como si no bastase con las redes sociales y su aluvión de rostros, estados, tonterías. Ante todo, escapar, y sí, hallamos al viajero puesto por azar o elección en otro sitio pero ensimismado recordando su terruño; anhelando regresar al encuentro con su mascota o su almohada.
En otro tiempo, viajar fue, o bien un privilegio, o bien el modo de ganarse la vida de un avión a otro, de un hotel a una junta directiva, de un restaurante a otra sala de espera donde se escuchan itinerarios de negocios. Hoy, la democracia del viaje implica una dictadura del desplazamiento que a todos subyuga: ¡Hay que ir! ¡Todo incluido! ¡Oferta imperdible! ¡No te quedes sin viajar!: estandartes de una tiranía que reaparece con fuerza en períodos de vacaciones y en fines de semana extensos.
Por eso reivindico el muy secreto privilegio de no viajar a ningún lado cuando el tiempo, el modo o la elección darían para ir a tal o cual lugar. Que otros sonrían entre olas o montañas mientras en su cabeza se enciende la luz oscura de los embotellamientos y los viacrucis del retorno a nuestras comunes madrigueras. Que otros días haya para viajar, a salvo de trancones y turistas.
Imagen: A bottleneck of cars, for Genios Magazine issue 832. http://danielsponton.blogspot.com/2014/03/embotellamiento-de-transito.html