Al empacar la biblioteca uno carga con aquellos libros que se yergen y se meten solitos, con todo derecho, a las cajas. Por su peso o su levedad de clásicos o de hallazgos novedosos, se convierten en textos imprescindibles, donde lo "imprescindible" significa necesidad y valor.
Pero también están aquellos que hacen pucheros para que no los dejes abandonados en el hospicio; es decir, la biblioteca pública, donde deberán exhibirse, trabajar haciendo gozar o padecer a sus lectores, salir del letargo que produce el silencio de la biblioteca íntima. Y otros los hay que, empolvados y ajados hasta la indigencia, ponen cara de "Me da lo mismo", "llévame o déjame o tírame o dóname o regálame".
Están los libros de los amigos, que uno lleva a donde sea, por cariño o por conmiseración, mientras que otros volúmenes son bajados de las estanterías y aguardan el último minuto, la última caja, donde podrán salvarse del fuego o del olvido quizá porque no tienen la culpa de haber sido engendrados por sus autores.