
Este lugar,
en cambio, es mi lugar desde hace cinco años; aquí vine a vivir con cientos de
personas apretujadas en los libros, de las cuales –por obra y gracia de la
literatura—ninguna ha desertado del cuarto. A simple vista ustedes dirán que el
escritorio delata a un poeta, a un investigador, a un profesor más o menos
ordenado. Sí. Soy todo eso y algo más. Pero fíjense en ese adminículo cuadrado
tirado al lado derecho, abajo, en la imagen: es el ciclo-computador, uno de los
objetos que primero tomo en la mañana. Porque al lado de la literatura y la
docencia, el ciclo-montañismo colma mis rutinas: ese ‘cateye’ marca tiempos,
distancias, velocidades y kilómetros andados sobre una bicicleta que me aguarda
no tanto para que las horas me colmen de sudor (esa suerte de quejido húmedo
del cuerpo) sino, sobre todo, para empezar el día a día poniéndole cierto orden
al mundo. Andando en bicicleta medito nuevas travesías, nuevas ideas, caminos
aún no transitados en mis clases o en mis textos, así como también devoro
asfalto y padezco algunas montañas. Por ello tal vez están aquí el azar de los
objetos y el orden de la escritura, que inicia en cualquier lugar insospechado,
muchas veces lejos de este antiguo escritorio que he intentado presentarles.